Las organizaciones que trabajan con enfermos mentales (esquizofrenia, por ejemplo) y discapacitados intelectuales (síndrome de Down y otros) calculan que alrededor de un 20% de ellos se está quedando sin cobertura en la Ley de Dependencia, algo que también acreditan los trabajadores sociales que valoran a los dependientes en sus casas, aunque no se atreven a poner una cifra concreta.
Si el valorador no mide la dificultad cotidiana, el examen no será correcto.
“¿Qué va a ser de ellos cuando nosotros faltemos?”, plantean los padres.
El baremo que mide la dificultad para desenvolverse cada día es minucioso, pero está pensado, sobre todo, para detectar la discapacidad física: si alguien es capaz de comer solo, bañarse sin ayuda, meterse o levantarse de la cama, salir a la calle o vestirse. Por eso, cuando los valoradores llegan a casa de un discapacitado psíquico para examinarlo pueden encontrarse con una persona de envidiables condiciones motóricas que sacaría un 10 en el examen. Pero, a menos que el valorador tenga experiencia en salud mental, ese test no revelará las necesidades del solicitante. Saben llevarse la cuchara a la boca, pero si alguien no está pendiente igual no comen en todo el día. Se visten solos, pero lo mismo se ponen un abrigo en verano que manga corta en diciembre. Pueden levantarse de la cama, pero no lo harán en todo el día si nadie les estimula. Nadie les pregunta por eso.
El baremo para medir la dependencia, idéntico en toda España, ya estaba prácticamente diseñado cuando se introdujeron enmiendas en el anteproyecto de Ley de Dependencia para cubrir también la discapacidad intelectual y la enfermedad mental, algo que no estaba previsto, por eso hay esas carencias”, explica José Manuel Ramírez, presidente de la Asociación de Directoras y Gerentes de Servicios Sociales.
El baremo no refleja adecuadamente la discapacidad de este colectivo.
Con esa carencia, se quedan fuera muchos discapacitados intelectuales, como el hijo de Teresa Muñoz. “El niño tenía un retraso madurativo y a los 15 años empezó con un trastorno psíquico: alucinaciones auditivas y paranoias; menos mal que siempre ha sido muy bueno, nunca ha tenido episodios violentos. Pero llegó un momento en que no diferenciaba la noche del día”.
Cuando la valoradora llegó a casa de Teresa, en Málaga, para examinar al chico, que ahora tiene casi 20 años, le preguntaba si sabía comer, ir al baño solo, ducharse. “Pues claro que sabe hacer todo eso, pero si no le dices que cierre el grifo lo deja abierto horas y si no estás pendiente de sus comidas, no come”. Al final le diagnosticaron una dependencia moderada y hasta 2010 no podría disfrutar de ayuda alguna. Su discapacidad moderada es la misma que impide a sus padres ir de vacaciones o salir a tomar algo solos. Siempre atados al niño.
Su madre quiere que alguien le proporcione un centro adecuado donde el muchacho pueda estar atendido, “porque el colegio público al que va no admite a nadie mayor de 21 años”. No hay centros especiales para ellos. Y surge la pregunta de siempre: “¿Qué será de él si nosotros faltamos?”.
Ana, de 70 años, y su marido, bregan en Valladolid con un hijo inteligente que vive atado a una medicación para no dar sustos a la familia. “Antes se iba y no sabíamos dónde estaba. Las medicinas son vitales para controlar los brotes de violencia”, dice la madre, que abandonó su trabajo hace 20 años, cuando empezó la enfermedad del chaval. Ana contó con la ayuda de la asociación a la que pertenece para que la discapacidad de su hijo saliera a relucir. Pero todo depende de los valoradores.
Uno de ellos es Francisco Vega, que trabaja desde hace 11 años con enfermos mentales en la provincia de Málaga. “Hay muchos compañeros que aplican el baremo y no es suficiente para estos enfermos. Podemos hacer anotaciones al margen, pero, en realidad, sólo se miran las casillas marcadas”, lamenta.
¿Hay que modificar este baremo? “Yo no creo que sea necesario. Aterroriza que aún sea más largo. La clave es su aplicación”, explica María Jesús Breznes, que ha dedicado media vida a la enfermedad mental y es experta en la coordinación sociosanitaria, fundamental para estas personas con discapacidad psíquica. Brezmes trabaja ahora por libre, en Castilla y León. “De estos enfermos hay que conocer el día a día, las dificultades cotidianas, y, desde luego, que se tenga en cuenta el informe psiquiátrico del paciente”, explica. Breznes recuerda que, una vez cerrados los psiquiátricos, no se proporcionó una red social para dar cobertura a las familias.
Por eso Conchi Cuevas, la presidenta de la asociación de enfermos mentales Feafes Andalucía, conoce casos donde toda la familia padece algún trastorno mental y “están solos”. “Han solicitado dos de ellos las ayudas pero no han entrado. Lo suyo es que les acompañemos cuando van a valorarlos. Me pregunto qué pasará con los que no están en asociaciones. Tenemos a un anciano de 70 años al que los valoradores le pillaron solo en casa. Dijo que lo hacía todo solo, comer, vestirse, ducharse y meterse en la cama. Claro, y no salía de la cama en todo el día si los hijos no estaban”, relata Cuevas.
Uno de cada 10 españoles tiene algún tipo de enfermedad mental, y es grave en el 3%. Desde Feafes cuantifican a los excluidos: en torno al 20%. “Habría que introducir alguna modificación para estas personas. No se trata de lo que pueden hacer, sino de cómo lo hacen”, dice el presidente de Feafes, José María Sánchez Monge.
Información de CARMEN MORÁN – Madrid – 23/05/2009 www.elpais.com